sábado, 7 de junio de 2014

Hay una vez

-Me encanta despertarme al lado tuyo.
-Para verme la cara hinchada?
-No, porque te despertás con los ojos medio cerrados, toda despeinada y con una sonrisa vaga en la cara.

En el mundo de Capital hay un lugar que conozco y no tiene más ruido que el que hacés cuando caminás y pisás las hojas. Es un lugar en el cual te podés perder con facilidad y del cual me cuesta salir. Ahí hay una casa donde la lluvia se escucha mientras dormís con más fuerza que en cualquier otro lado. Cerca de ahí hay un parque grande, que lo cruza el tren, tiene un árbol que es chato arriba y hay un tronco grueso cortado ideal para apoyar la espalda y leer mientras alguien te mira. A unas cuadras de ahí también tenés calles medias escondidas, hechas para caminar de la mano o hablar de cualquier cosa. Veredas angostas, ideales para cruzar si te enojas y después volver a tu antojo. Una esquina de 5 esquinas donde hay una parada de bondi y si te abrazas a alguien con la suficiente fuerza, te podés convertir en aire. Un café tan cargado de mala energía que te vas más viejo y derrotado en cada oportunidad.
En todos esos lugares (que al ojo de cualquiera con lugares comunes y corrientes) dejé algo mío. No algo material, sino algo simbólico. Creo haber dejado mi olor en una almohada, carcajadas en el parque y un par de lágrimas en el resto. En ese punto de Capital puedo dormir tranquila por más que llueva; tengo ahí un par de brazos brujos y un pecho que si apoyo la cabeza es mejor que cualquier almohada. Hay una boca que me dice palabras que actúan como un bálsamo ante cualquier intento de salir corriendo. Y la risa más linda que conozco: esa risa que aparece porque la genero yo.

Había una vez un chico que le dijo a una chica, en una estación de subte, que quería que se mude a su barrio para tenerla cerca. Que la quería más de lo que ella imaginaba.
Hay una vez una chica que, cuando se despierta en esa cama y mira a su izquierda, no puede hacer otra cosa que sonreír.